martes, 18 de enero de 2011

Yo no olvido al año viejo




Exactamente hoy hace un año regresaba de Cancún luego de haber vivido la aventura que tuve a bien llamar “Odisea alas y raices”.

Doña Julia, generosa como ella sola, patrocinó el viaje, todo incluido, que infinitamente gozamos mi abuelo y yo. Supe lo que era beber whisky todas las horas de todos los días durante una semana… comer a cuerpo de rey exquisitos manjares de cocina internacional y hacer uso del “ser-vicio a la habitación” para pedir platillos y “club monchis” a las cuatro de la mañana… Claro, además las niñas de mis ojos encontraron paradisiaco escenario contemplando a las sílfides que, de todos lados del mundo, llegaban a saludar a mi abuelo… Y es que él, a sus más de ochenta, sigue siendo todo un galán. Tuve que servir de interprete trilingue para traducir los acosos seductores de las ninfas y sirenas que se le acercaban…
Luego de atender a las señoritas (por pura cortesía, claro está) mi abuelo y yo nos regalábamos el precioso placer de la charla compartida… y es que su experiencia y humor sarcástico brindan a los capítulos de su vida un aderezo tan particular que da gusto escucharlos. Su opinión sobre cualquier tema nunca está fuera de lugar; posee una lucidez que, en ocasiones, le envidio y la sabiduría de los años para ofrecer el consejo preciso.
Pude hablar con él de mi vida, mis planes, proyectos e inquietudes; de nuestra familia que, aunque disfuncional, ha funcionado desde que tengo memoria; de nuestra benefactora (que es mi madre y su hija al mismo tiempo), de mi fallecida abuela y de un largo etcétera que continúa...
Una semana entera para platicar con mi abuelo, espléndido anciano que está más allá del bien y del mal, tenaz bebedor de mezcal y/o tequila en su modalidad “Charro negro”. Él me obsequió mi primera guitarra y me inició en los sutiles artes del amor al arte y la reflexión intelectual. Hoy le agradezco todo y cada vez que tengo oportunidad se lo hago saber. En gran medida lo que soy y lo que hago se lo debo.
No recuerdo haberle dicho que lo quiero. Supongo que lo sabe; y que sabe que sé que lo sabe, así somos los machos de este clan, sin embargo, no estaría mal decírselo pronto. Así: Emilio, te quiero. Y un chingo, abuelo. Un chingo te quiero.
En Cancún me dio una de las más grandes enseñanzas que, viniendo de un hombre como él, con más de ochenta veranos en su haber, habrá que seguir al pie de la letra:
“Nunca te quedes con las ganas”
Y nos compramos la cajita de habanos Cohiba… y me compré mi pipa playera con forma de camaleón… y abordé a la hermosa veinteañera de Pensilvania, y saqué a bailar a la francesa de dos pies izquierdos y, a la fecha, un año después, ante las incertidumbres del “ser o no ser” suena en mi memoria cual Obi-Wan Kenobi, la frase que me ha legado mi abuelo como filosofía de vida: “Nunca te quedes con las ganas”

El día que compartió conmigo esa epifánica revelación, llevábamos toda la tarde sumergidos en el jacuzzi disfrutando la atención de los meseros que impedían a nuestros vasos pasar más de diez minutos vacíos… llegaba la hora de ir a la cena-chou del hotel así que comenzamos a despedirnos de nuestras amigas cómplices de jacuzzi. Cuando noté que teníamos hora y media despidiéndonos, miré mis palmas arrugadas por la humedad continua y le dije a mi abuelo: “Vámonos, Emilio, que ya tengo manos de viejito” A lo que él, mirando sus palmas, contestó:
.— ¡Ay, wey, yo también! Vámonos ya.






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